Hace poco volví a ver Yes Man. Esa película en la que Jim Carrey dice que sí a todo. A absolutamente todo. Una película que hoy podría leerse también como una sátira de nuestra obsesión con exprimirlo todo.
El “no” está mal visto. No al plan de viernes por la noche, no al tour que venden todas las agencias, no a irse de viaje en las vacaciones, no a la última ronda. El “no” se ha convertido en una especie de mala educación. De falta de entusiasmo vital. Como si decir que no fuera una pequeña traición al estilo de vida que se supone que deberías estar disfrutando.
Entre amigos viajeros lo que se discute no es tanto el plan en sí, sino la culpa de perdérselo. Porque cuando ya no hay jefes, ni horarios, ni permisos de vacaciones, desaparecen también las excusas. Y entonces uno cree que tiene que vivirlo todo. Y rápido.
Este año, para mi cumpleaños, me declaré en huelga.
Después de varios años de celebraciones excepcionales, embriagada por la novedad constante y esa ilusión de libertad —cantando sevillanas vestida de flamenca, explorando playas nudistas en Cádiz, con elefantes en Sri Lanka, atardeceres desde lo alto en Barcelona, y monos saqueando mi picnic en un acantilado de Bali— me rebelé ante mi propia dictadura de lo extraordinario.
No hice nada. O, mejor dicho, hice todo.
Decidí hacer de mi cumpleaños una apología del no. No al plan extraordinario, no al lugar exótico, no a lo nuevo. Dije sí —por una vez— a mi rutina. Una rutina que, contra todo pronóstico, me gusta.
De niña, mis padres me regalaron una infancia ruidosa y caótica. Llena de primos, de tíos, de campamentos salvajes en playas sin duchas ni reglas. Fogatas imposibles que necesitaban litros de queroseno, cangrejos escapando entre los pies, juegos hasta la madrugada y canciones de los Iracundos bajo estrellas fugaces. Por 18 años eso fue mi ordinario tan extraordinario. Eso era casa.
Crecimos. Llegaron las discotecas, los gin tonics, los tacones, la música a todo volumen, y un nudo en la garganta. Yo quería volver a la arena entre los dedos, el pelo salado y a mi tío desafinando “Mamarracho” junto a la parrilla.
Este último año de vida volví, esencialmente, a eso: la gente que quiero, un poco de sol, la comida rica, un vóley improvisado al atardecer, algo de caos y esa certeza apaciguadora de no necesitar nada más. El hogar de la infancia no se pierde: se lleva dentro.
Supongo que de eso va crecer: de dejar de antagonizar la rutina y empezar a abrazarla. De no necesitar más. De saber que, si en tu día más especial solo quieres repetir tu vida, tal cual es, entonces vas bien. Muy bien.
El 8 de Mayo fui feliz con lo de siempre: mis amigos, la playa cerca de casa, el desayuno del warung que ya sabe mi pedido, un partido de pádel, una fogata.
Un año más disfrutando de las cosas pequeñas que, al final, son las importantes.
Recuerdo esta maravillosa frase de Mujica:
"Van a envejecer y van a tener arrugas, y un día se van a mirar en el espejo y tendrán que preguntarse, ese día, si traicionaron al niño que tenían adentro"
Feliz cumpleaños a mí.
Con arena, con fogata, con todo lo que realmente importa.
Feliz cumpleaños a la niña que era feliz así.
Y que, por suerte, todavía lo es.
Hola Pía: pues entonces, FELIZ CUMPLEAÑOS. Es rico leerte. Gracias
Me ha gustado mucho porque supongo que me representa. Y me ha recordado a otro artículo que leí hace poco: https://verdadesincomodas.substack.com/p/no
Muy distinto y muy cercano al mismo tiempo.