“I find that a travelling woman -perhaps especially a travelling feminist- becomes a kind of celestial bartender” - Gloria Steinem
Lo que más me ha enseñado viajar y vivir en otros países es que todo lo que considero normal, correcto, lógico o natural es, en realidad, arbitrario. Todo nuestro sistema de creencias está determinado por el lugar donde crecimos. Por eso viaja. Viaja lo más que puedas.
Escribí esas palabras hace un año, después de visitar a los Toraja en Indonesia. Hoy, aquí, en Egipto, regresan a mí como regresan siempre las cosas importantes: sin pedir permiso y cuando menos las esperas. Me sorprende darme cuenta de cuánto sigo sin entender, de lo rápido que los prejuicios encuentran su lugar en mi maleta.
Gloria Steinem escribió: «Si quieres que te escuchen, primero tienes que escuchar. Si esperas que la gente cambie cómo vive, primero tienes que entender cómo vive. Si quieres que te vean, tienes que sentarte a su lado, mirándolos a los ojos».
Sentarse, escuchar y aprender, tanto o más que hablar.
En estos días he hablado —o más bien, he escuchado— a mujeres musulmanas de todas las edades y creencias. Algunas llevan hijab, otras bikini. Unas se cubren para ocultarse, otras para mostrarse. Todas, al final, con su propia verdad.
Hoy almorcé con Amane, una marroquí adorable de cuarenta años. Lleva burka desde hace diez, después de un viaje a Arabia Saudita. Lo hace, dice, por convicción. Aunque también dice, con la misma naturalidad, que a su esposo —que tiene tres esposas repartidas en distintos países— le gusta que ella se cubra el rostro en público.
Hablamos de su religión, de lo que significa compartir un esposo, de sus ligeros celos y de los sacrificios del amor. De cómo cree que las mujeres son libres de elegir su ropa, y de cómo, bajo esa tela que la cubre, ella se siente libre. Me dijo que antes vestía como yo, que es la única de su familia que lleva burka, que vive más tranquila, más feliz, a salvo de las miradas masculinas.
Mientras la veía comer —levantando con cuidado el velo con una mano para acercarse el tenedor con la otra—, no podía ignorar la incomodidad del gesto impuesto por esa tela que la cubría. Irónicamente, sobre la mesa, estaba mi copia de un libro de Nawal El Saadawi, la escritora egipcia que dedicó su vida a cuestionar el patriarcado en el mundo árabe. Pensé en sus palabras: «Algunas mujeres son ciegas a lo que les pasa».
*
Recordé ese párrafo que escribí, a los Toraja en Indonesia y su ritual Ma’nene. Desentierran a sus muertos, los limpian, los visten, les hablan. Frente a cadáveres en descomposición, en aquel entonces, me pareció hermoso, casi poético. Hoy, frente a otras realidades que no entiendo —o que no quiero entender— me cuesta ver la belleza.
Aceptar lo ajeno, cuando oprime, cuando silencia, no es fácil. Entonces me pregunto: ¿no llevamos todas encima nuestras propias cadenas?
A las mujeres nos las colocan desde siempre. Las que nos dicen qué llevar, qué decir, cómo sonreír, cómo existir. La falda corta es una provocación, el escote un exceso. Si te tapas demasiado, ¿qué escondes? Si te vistes ancho, pareces un hombre; si ajustado, una mujer fácil. Maquíllate, pero con cuidado: no exageres. Sonríe. Sonríe siempre. No incomodes, no cuestiones, no alces la voz. Sé agradable, dócil, tranquila, pequeña. No te expongas, no viajes sola, ¿tu novio te deja? Si algo te pasa, será tu culpa. Siempre tu culpa.
El mundo nos mira como si nuestra libertad fuese una amenaza, o peor aún, una rareza. Supongo que por eso viajo sola: porque es atreverse a decir quiero sin pedir permiso; mi declaración de independencia. Es desafiar ese pacto no escrito que nos sitúa siempre bajo el cuidado de otros. Es negarse a vivir con miedo. Es sentarse a cenar sola, no porque no haya nadie, sino porque así lo elegimos; porque la soledad, lejos de ser desamparo, es compañía elegida.
Viajar sola no es una renuncia; es una conquista. Es descubrir que, a veces, basta con una misma para que todo cobre sentido. Es confiar en nuestra intuición, aprender a cuidarnos, llorar de frustración y, aún más, de felicidad. Es hablarnos más de lo que hablamos con otros. Salir de nuestra zona de confort, desafiar estereotipos, encontrarnos con el mundo mientras, poco a poco, nos encontramos a nosotras mismas. Es, simplemente, tener la certeza de que el mundo existe para recorrerlo y de que cuando avanzamos solas, no estamos incompletas, estamos libres.
Las mujeres que viajamos solas nunca lo estamos del todo. Nos llevamos a todas con nosotras: a nuestras madres, a nuestras abuelas, a las que no se atrevieron, a las que se atrevieron demasiado. Tal vez estoy equivocada. Tal vez viajar sola no significa estar libre. No hay lugar en el mundo donde una mujer pueda desprenderse por completo de las cadenas que lleva consigo: las que eligió, las que le impusieron, las que ni siquiera reconoce como tales.
Quizá la mayor libertad sea aceptar que no siempre se puede ser libre del todo. Y, aun así, seguir avanzando. Seguir viajando.
Viajar sola te da una fuerza y un empuje... ¡Únicos! A veces, cuando llevo tiempo viajando con amigos, con mi pareja... Necesito un viaje sola. Me devuelve a la realidad de comprobar de todo lo que soy capaz... ¡Que es muchísimo! Y además, viajar sola te abre los ojos porque te expandes al lugar - gente y culturas de dónde vas y no a tu compañía de viaje. Viajar sola para las mujeres a veces sigue resultando complicado pero cada vez menos y eso también, es una gran oportunidad. ¡Gracias por tus textos!
Es uno de los textos más lindos que he leído.
Iba a decir sobre mujeres que viajan solas, pero en realidad es uno de los textos más lindos que he leído, fin. La oración termina ahí